martes, 8 de septiembre de 2009

1

El Camaro tragaba asfalto con ansiedad. Yo se lo enseñé. Eran las ocho con dieciséis minutos y aún me encontraba muy lejos de las oficinas. El periférico siempre está lleno de hijos de puta que no saben lo que hacen, unos conducen muy lento, otros se quedan a la mitad del velocímetro y los que conducen realmente rápido mueren con mayor velocidad. Yo pisaba el acelerador a fondo y la máquina ronroneaba como una pequeña gatita en celo. Zigzagueaba entre los hijos de puta. La vibración me gustaba; el rose de mis bolas con el asiento era agradable, pero ya estaba demasiado retrasado (me refiero al tiempo) para el pase de revista. Apestaba a licor, no me había rasurado, éste sería mi tercer retardo en una semana y, encima de eso, mis tripas pedían a gritos descargar todo el lastre de casi dos días. Yo pensaba que ella estaría sentada en su escritorio maldiciéndome. Me agradó la idea de ser despreciado… Pensaba que llegaría casi desbordándome y, como mi primera acción sería ir a descargarlo todo, ella me vería con gesto de asco.

De pronto, de la nada, escuché un altavoz de policía. Eran dos patrulleros en motocicletas que me pedían detenerme a un lado del camino. Yo dudé en hacerlo, sabía que sus máquinas no podrían contra la de mi Camaro. Bueno, la verdad es que ese no era mi auto, era el de ella; yo sólo tenía un Volkswagen 74, pero siempre pensé en el Camaro como nuestro auto. Miré mi reloj (su reloj) y ya eran casi las ocho con treinta. Sabía que el retardo significaba suspensión y que ya para ella no sería nada gracioso. Tal vez pediría un cambio. No podía permitirlo. Tomé la botella del asiento del copiloto, le di un último trago, encendí un cigarrillo y me detuve. Debía tener una excusa… Una buena excusa para evitar cambios y suspensiones; tenía que ser un héroe.

Asomé la cabeza por la ventanilla. Las dos motocicletas se habían detenido a siete u ocho metros del Camaro. Un par de policías gordos se acercaban lentamente, uno tocando el armazón de sus gafas de sol y el otro jalando la tela del pantalón que se le ceñía a los regordetes muslos. El primero en llegar se recargó en el toldo del auto con pose intimidante, agachó su cabeza para ver hacia el interior y frunció el ceño como quien se esfuerza por contener un pedo milenario. Yo sonreí y encendí el aparato en el bolsillo de mi chaqueta.

-Buenas, mi amigo- dijo en tono desganado y forzado, como si su pedo siguiera atorado.

Yo no entendí por qué dijo Buenas siendo las ocho con treinta y dos minutos, es sabido que uno sólo dice buenas para abreviar buenas tardes o buenas noches. Éstos eran buenos días. Y no eran tan buenos. No eran buenos, así como yo no era su amigo. Volví a sonreír.

-Buen día, oficial, ¿cuál es el problema?- pregunté amablemente.
-Pos mire, mi amigo, usté iba conduciendo a edceso de velocidá, mire, ¿me permite sus papeles, por favor, mi amigo?- contestó con tono pedante mientras alargaba su mano hacia mi cara y miraba por el rabillo del ojo a su compañero.

Le entregué los papeles del auto y mi licencia de conducir. La otra licencia. Él miró los papeles detenidamente como quien examina un contrato a conciencia para evitar ser presa de las “letras pequeñas” o los “vacíos legales”. Echó mano a la libreta que llevaba en su pantalón (en la nalga derecha), sacó el bolígrafo del bolsillo en su camisa y comenzó a garabatear. Yo sonreía.

-A ver, pareja, -dirigiéndose al más gordo- chéqueme este número de placas allá con La Central… Y usté salga del vehículo –hablándole al menos gordo de los tres-, si me hace el favor.

Siguió examinando los papeles y negando con la cabeza con aire de falsa decepción. Yo cerré la guantera, apagué el radio y escondí la botella convencido de que no la había visto aún.

-Muy bien, señor Pérez. A ver, dígame, ¿es su auto de usté?

Di una fumada (un poco avergonzado por la falta de imaginación de quienes expidieron mi licencia). Me tomé mi tiempo. Salí del Camaro perezosamente, miré hacia el cielo y me aseguré que la baratija dentro de mi chaqueta siguiera funcionando. Lo miré fijamente al lugar en que supuse estaban sus ojos detrás de sus lentes y exhalé el humo lentamente sobre su rostro al tiempo que contestaba:

-No, no lo es. Es el auto de la señora Dubois.
-¿La señorita Dubuá, dice?
-La señora… Señora Dubois
-¿Cómo se escribe eso… Es inglés?
-Francés, se escribe D-u-b-o-i-s. Si lo va a escribir así, ponga acento en la “a”.

Volteó a mirarme con odio sincero; no pareció agradarle mi observación. Regresó a su libreta de reportes, tachó el primer apellido que escribió para luego garabatear el de Dubios y comenzó a pasearse alrededor del auto. Tras llegar a la parte trasera prosiguió.

-Mmmm, pues mire, joven, el auto de la señorita o señora Dubuá –aquí retorció la boca y cambio su tono a uno más nasal- no cumple con los requisitos asignados por el reglamento de tránsito. Tal vez, no sé, sea porque es extranjera…
-Sus padres son extranjeros, ella nació aquí -interrumpí cortésmente, pero a él no pareció simpatizarle.
-Sí… Como decía –aclaró su garganta-, echa humo producido por la mala combustión del combustible, trae los estops retrasados con respecto del frenado y la altura de la defensa es, mínimo, mayor por tres o cuatro pulgadas que la reglamentaria, mi amigo.
-¿Cómo sabe todo eso con sólo darle un vistazo?
-No se haga, mi amigo, si lo seguimos buen rato, además rebasó el límite de velocidá permitido… ¿Está usté en estado de ebriedad o en estado etílico?
-¿Tengo que escoger uno?, porque no estoy en ninguno.

Eso fue el colmo. Se quitó las gafas de sol y acercó su asqueroso rostro al mío que, aunque sucio, lo imagino menos repugnante. Me pidió que soplara y yo volví a rociarle todo el humo de mi cigarro.

-Ya ve, mi buen, a ver, venga.- dijo tomándome por el brazo, yo me solté, eché mano a mi billetera y saqué todo el dinero que traía.
-Podemos arreglarlo de alguna otra manera, ¿no cree, oficial?
-Ah, ¿sí?, pues a ver, aver si se pone usté guapo.

Tomó el dinero, lo contó muy discretamente con gesto de satisfacción, miró hacia el suelo y dijo.

-Muy bien, señor Pérez, yo lo entiendo. A veces nos echamos una que otra copita pero esto es una burla. ¡Tenga voluntá, por Dios! Seguro que trae un poco más de efectivo.
-No, la verdad no traigo más, pero, ¿qué le parece este reloj? Es de oro.
-Újule, mi buen, si no es tienda de raya. Me van a preguntar de dónde lo saqué.
-Pero mire, es de oro y está bueno. Además no se lo tiene que mostrar a nadie.
-Bueno –dijo mirando el reloj escondido en su chaqueta-, somos dos, pero yo me arreglo con mi pareja. Nomás que nos den el informe del auto usté se puede ir.

Volteé a mirar al otro patrullero y vi que sostenía su radio como esperando una respuesta. Sabía que en cualquier momento le dirían que no existía la señora Dubois y que el señor Pérez tenía demasiadas multas atrasadas sin pagar. Pensarían que el auto era robado, sacarían sus armas y me arrestarían. Miré al poli que estaba frente a mí; estaba muy entretenido intentando descifrar cómo funcionaba el reloj. El otro nos había dado la espalda. No lo pensé más. Alargué mi mano izquierda para arrebatarle mi reloj, es decir, su reloj, y hundí mi puño derecho en su grasiento ser, justo en el diafragma. Fue como golpear una bolsa llena de gelatina. Él se encorvó y se llevó las manos a su bolsa de tripas como queriendo evitar que se derramaran sobre el pavimento. Rápidamente abrí la portezuela del auto golpeándolo en la cabeza para derribarlo. Cayó como costal de papas. Entré y giré la llave. Salí a toda velocidad de allí. El otro poli corrió a ayudar a su compañero. Por el retrovisor pude ver que desenfundó su arma y apuntó al carro. No podía regresar el Camaro con heridas de bala, así que me colé en el tránsito para salirme de tiro.

Siempre confié mucho en el Camaro, pero no podía subestimar las motocicletas que me seguían, pues, aunque viejas, eran de grandes motores. Pisé a fondo el acelerador. Tomé la primera salida. Pasé tres luces rojas y en cada una me recordaron a mi madre. Así somos los hombres; siempre nos quejamos de la monotonía de la vida pero, cuando pasa algo realmente emocionante, nos atemorizamos y huimos de ello. Hipócritas. Todos somos un montón de hipócritas de mierda. Y cuando llegamos a edad madura, a la vejez, pasamos el tiempo diciendo a los jóvenes Si yo tuviera tu edad. Eso es sólo una muestra de los patéticos que somos. Llegué sin más complicaciones a la estación de policía; al departamento de tránsito. Estacioné el Camaro a una cuadra. Bajé con la mano derecha dentro de la chaqueta y le levanté el cuello para cubrir mi rostro. Entré al edificio y me dirigí sin demora a la oficina del jefe de tránsito. Una muchacha muy bonita intentó detenerme para que no molestara a su jefe. Mire sus pechos -muy lindos ciertamente-, sonreí con gesto obsceno y la ignoré. Abrí la puerta violentamente y me dirigí hacia el teléfono en su escritorio.

-Ah, eres tú. Otra vez. ¿Ya pensaste en nuestro…?
-Cállate, Pedro, quiero que arrestes a dos de tus hombres- dije mientras marcaba.
-¿Qué?, ¿a quiénes?... ¿Qué putas haces con mi teléfono?
-Lo necesito. No sé quiénes son, pero pronto lo sabremos. Ahora cállate.

Contestó ella y se hizo escuchar realmente enojada cuando supo que era yo. Le pedí que me comunicara con nuestro jefe. Él contestó más encabrado aún. Sólo le dije que me encontrara en el departamento de tránsito, que tenía una buena excusa para llegar tarde esta vez. Colgué.

-¿Quién carajo te crees entrando así a mi oficina, usando mi teléfono y callándome, imbécil?- prosiguió Pedro.
-Cállate. Ya te dije por qué estoy aquí.
-Pues dime quiénes son.
-Son ellos dos.

En la ofician entraron los dos polis que me habían detenido. El cerdo al que golpeé se me acercó con su arma desenfundada y me apuntó a quemarropa. Yo lo miré a los ojos y sonreí. Su rostro estaba desencajado por el cansancio y bufaba como res en el matadero. Su odio era evidente. Pedro dio la señal para que bajaran sus armas.

-¿Bajo qué cargos los debo arrestar?- preguntó.
-Daños al patrimonio nacional, abuso de autoridad, corrupción y obesidad.
-¿De qué coño estás hablando?
-Míralos, son realmente obesos.
-¿Cómo que daños al patrimonio nacional y corrupción?
-Tengo la evidencia conmigo, pero sólo la veremos hasta que llegue Carbajal. Por el momento, arréstalos, ya vuelvo.

Salí de la oficina sin decir nada más. Regresé al lugar donde había dejado el Camaro. Encendí otro cigarrillo y lo fumé dentro. Pensaba en qué hacer con todo esto y en cómo actúa el alcohol. Es extraño, a veces surte efecto de inmediato y otras veces se tarda largo tiempo. El Camaro me hacía ver bien, pero ni siquiera era mi auto. Me miré en el retrovisor y lo único que vi fue a un vago infeliz. Conozco mis talentos; son múltiples sin exagerar. Siempre he sido bueno en cualquier cosa que haga, pero siempre he preferido no hacer nada. Pienso constantemente que, a estas alturas y con lo poco que hago con mi tiempo libre, ya hubiese podido escribir tres o cuatro Best Sellers sin hacer más esfuerzo que el de recoger una pluma. O pude haber sido un buen atleta o un gran músico, pero paso tanto tiempo pensando qué no quiero hacer que pierdo mi vista de lo que quiero hacer. Esto está bien; lo que hago, sólo que llevo más de quince años en lo mismo. Subí al auto y lo estacioné frente al edificio. Entré y me dirigí al sanitario. Cepillé mis dientes con un poco de pasta dental y el cepillo que llevo siempre conmigo, mojé mi cabello, lo peine hacia atrás y me abotoné la camisa.

Cuando llegué a la oficina de Pedro Montalvo, ya Carbajal y ella estaban allí. Saqué la grabadora de mi chaqueta y la puse a reproducir la cinta en medio del lugar. Todos la escucharon muy callados. Ella me miraba y sonreía con sincero placer; siempre le gustó que pillara a los hijos de puta. Yo me arrepentía de no haber pasado al cagadero; me sentía reventar.

-Entonces, ¿me regresas mi dinero, malparido?- dije dirigiéndome al oficial que había sobornado.
-Tú lo golpeaste, bien sabes que no puedes agredir a un oficial de policía.- dijo Pedro como intentando excusar a su hombre.
-Hay suficiente en la cinta para probar que ese hombre había perdido su autoridad y su puesto antes del golpe.
-Lo siento, capitán Montalvo, si quiere un juicio lo tendrá, pero la evidencia es contundente.- interrumpió Carbajal para finalizar la discusión.

Pedro ordenó a otros dos de sus hombres arrestar a la pareja de obesos. Carbajal y ella salieron detrás de ellos. Montalvo me detuvo justo antes de salir. Me hizo una mueca para que me quedase con él. Cerró la puerta y me regresó mi grabadora. Cortó un par de habanos y me ofreció uno. Se sentó en su silla y me pidió que tomara asiento frente a él al tiempo que me ofrecía fuego. Encendí el cigarro.

-Lo volviste a hacer, no sé cómo lo haces, pero lo hiciste y debe parar.
-¿Cómo hago qué, Pete?- dije fingiendo demencia.
-No necesito más problemas, ¿me entiendes?, y si tú expones a mis hombres como corruptos y negligentes me das problemas.
-Entonces son ellos, Pete, no yo.
-¿Pensaste en mi oferta?, toma en cuenta que es la última. Con ese dinero y la protección puedes darte una vida de burgués. Sólo paseando por la Condesa, Polanco, de bar en bar, salir en la televisión y asistiendo a eventos culturales como invitado de honor. Sin preocupaciones.
-Jódete, Pete.
-¿Es tu última palabra?
-¿Acaso titubeé, Pete? Te voy a quitar de aquí. Recuérdalo.
-Luego no digas que no te lo advertí.
-Jódete, Pedro.- dije. Tiré el habano en el sillón en que estaba sentado, saqué mi encendedor y encendí mi cigarrillo. Me dirigí a la puerta y ya pensaba en descargar toda la presión en el retrete. Soy Fernando Villalobos, agente encubierto de la Agencia Federal de Conservación de la Lengua.